Por Alexis Fernández
Después de meterme en la terrorífica caravana de Bakélite, bebí dos sorbos de fantasía para empequeñecer y acercarme al teatro Tehb -directamente desde Moscú en su furgoneta y tras un viaje de seis días- donde una Carmen de España de 5 cm. me dio en los ojos con su vestido de cola y me quedé hipnotizada junto a M y R. Ya no pude despegarme del pequeño teatrito de Maya Krasnopolskaya e Ilya Epelbaum -la primera familia de teatro rusa que desde 1988 realiza espectáculos de índole muy diversa- que aparecía ante nosotros como si fuera el Bolshoi.
Sentada en una silla junto a mis dos compañeras (apenas caben tres adultos y tres niños en las rodillas, o el número que se quiera, dependiendo de la amistad, siempre que no supere los seis) no es difícil esbozar una sonrisa con los movimientos estudiados de estos títeres de varilla liliputienses y reconocer las escenas que en solo diez minutos se representan sobre la ópera de Bizet Carmen. Entrar en la furgoneta de Tehb -palabra que en ruso significa “sombra”- es entrar en un teatro en toda regla, entrar en un mundo donde todo ocurre muy cerca, un retablillo precioso y diminuto, íntimo y delicado. Ya lo dice Federico Martín Nebrás, el teatro de títeres es como abrir una ventana al mundo y mirar y permanecer con la vista, la de los ojos y la del alma, asomada. Recordé, entonces, el primer espectáculo que vi en Titirimundi, en 2006, y reencontrarme con aquel instante, me llenó de sorpresa y de una extraña quietud: El gran diluvio universal, un espectáculo precisamente de Teatro Tehb sobre el guión del gran Tonino Guerra, en el que los pequeños espectadores-títeres liliputienses sentados en sus butacas miraban absortos las escenas que representaban la destrucción del mundo. Pero ya era demasiado tarde. La catástrofe se había trasladado al escenario, y del escenario al patio de butacas y a los palcos. El agua desbordaba las candilejas e inundaba el auditorio, y todo el minúsculo mundo quedaba sumergido en un océano donde los peces nadaban a sus anchas. Una pequeña arca de papel se mecía en la superficie del agua… Y mientras, nosotros, cinco privilegiados espectadores, acaso supervivientes del instante, mirábamos desde los ventanales.
Desde arriba el mundo parece distinto al de abajo, y nosotros, seres mortales, somos demasiado pequeños como para hacer triunfar nuestra voluntad y que su precio no sea aterrador y acabe arrastrando a los personajes en el agua, en las pasiones, en el miedo. En la muerte.