Por Alfonso Arribas
Se oye el motor de Titirimundi. Brama el mecanismo, pero yo prefiero escuchar un latido a un rugido. El bombeo del corazón del Festival, que se acelera en la víspera de levantar el telón. O en todo caso, el tañido de una campana que anuncia fiesta de guardar.
Segovia se dispone a sentarse a la mesa de la universalidad, quién sabe si de la eternidad. La semana de los títeres es su gran aportación al banquete, al que cada comensal acude con sus mejores creaciones. Por eso están invitados. El objeto de la reunión es trascender, en el sentido más amplio: hacerlo físicamente, obviando fronteras y océanos; y hacerlo espiritualmente, aportando patrimonio intangible.
Titirimundi hace eso mismo. Trasciende. Convierte a una vieja y minúscula ciudad castellana en referencia internacional porque hasta aquí acuden compañías de todo el mundo, confluyen acentos y ritmos diversos, combaten, debaten y conviven lenguajes propios, se promocionan creatividades, sueños y oficios.
Y cada año incrementa la cuenta de momentos inolvidables, que lo son además de forma colectiva, seguramente masiva. También eso es trascender, ignorar los límites temporales sirviéndose de los recuerdos, que permanecen como lo hacen los momentos compartidos con las personas amadas.
Es imposible sentir pues un cosquilleo inquieto y expectante horas antes de rendirse a la propuesta. Es mi décima primera cita, podría decirse retorciendo un poco el lenguaje, a la que acudo con el alma renovada, recién pintada; con la mente abierta, orientada al sur; con los sentidos en estado de emergencia, aunque desarmados.
Titirimundi empieza en tres, dos, uno…