Por Alfonso Arribas
Óscar, el niño protagonista del nuevo montaje de El Espejo Negro, duerme pero sobre todo sueña. Está en coma, su cerebro es escenario de una cruenta batalla por la vida, y mientras neuronas y hematomas se intercambian ataques desde las trincheras, imagina encestar en la luna su querida pelota de baloncesto; fantasea con los huevos fritos que le hace su abuela, con puntilla; cree bucear entre peces de colores; y se sonroja pensando en la una de las animadoras de su cole, María.
Ángel Calvente, responsable del guión y de la dirección, ha abordado un trabajo muy personal con este Óscar, el niño dormido, un homenaje a personas cercanas que han pasado por trances similares. Existe un esfuerzo evidente, quizá con demasiado peso en la obra en relación a otros aspectos más teatrales, por contar con lenguaje claro qué es eso de estar en coma, qué procesos desencadena o qué consecuencias puede tener.
Más allá de esas cuestiones, el montaje es muy reconocible, con el sello propio de El Espejo Negro. Las proyecciones envolventes, el humor directo, la música que irrumpe. Y unos títeres extraordinarios, desde el reflejo de un niño enfermo a los divertidos hematomas. Tienen los malagueños una habilidad especial para crear seres aparentemente inabordables, porque dar forma a un coágulo parece más de ciencia ficción que otra cosa. Pero tienen experiencia: de su fábrica han salido piojos y espermatozoides, que tampoco son criaturas habituales en un taller de títeres.
En una de las últimas funciones de Titirimundi 2016, el público premió con una ovación muy sonora esta puesta en escena de un montaje que ya ha cosechado premios como el Fetén al Mejor Espectáculo de Gran Formato. El Espejo Negro y Titirimundi siempre forman un binomio enriquecedor.