Por Alfonso Arribas
Desde el principio hubo algo que me inclinó hacia Talita Kum, de Riserva Canini. “Espectáculo bello e hipnótico”, dice el programa, y así es difícil resistirse. Porque hay muchas formas de adormecer la consciencia, pero no imagino ninguna mejor que a través de la belleza. Así que dejando atrás otros montajes más conocidos, seguramente más fiables, elegí Talita Kum.
Durante los primeros cinco minutos, tal vez diez, el aburrimiento me llevó a desgranar varias alternativas, todas horribles, para castigar a mi intuición. ¿Falla con las personas y ahora también con los espectáculos? De hoy no pasa.
Sin embargo, en cierto momento de esta obra en principio inasible, con un desarrollo extraño, la hipnosis surtió efecto. Una mano poderosa me agarró la cabeza y me hizo mirar al frente. La sombra oscura que manejaba un títere hiperrealista empezaba a ofrecer signos de humanidad según la iba perdiendo, mientras la marioneta, cada vez más carnal, en cierta forma retomaba los automatismos que progresivamente se sacudía el manipulador
Sobre el escenario, una suerte de metamorfosis poética, el relevo ralentizado entre la oruga y la mariposa, y en el centro un baile asombroso, de esos breves momentos que guardaré en la memoria. La materia inerte recibió el soplo de vida de quien ahora yace desalmado y desarmado.
Cuando finalizó el montaje pasé varios minutos observando el cadáver de la sombra: leve materia lo que hace unos minutos era enérgico dominio. Después, recompensé a mi intuición con una buena cena, pidiéndole excusas.