Por Alexis Fernández
Una gran mesa sin mantel, con olor a sardinas, una mesa en la que se permite escribir, como un gran libro abierto, llena de metáforas y símbolos, un baúl de historias, una casa con ventanas, una cocina con fogones… Y una taza de té infinita. Del mar a la mesa, de la mesa al mar, la vida pasa en un ciclo continuo, como el pez que se muerde la cola. Y sus “cocineras de poemas”, Dora Cantero, una titiritera que formó parte de Periferia Teatro y de aquel montaje exitoso, Guyi-Guyi, una de las voces más hermosas en el mundo de los títeres, que enamora, meciendo el sonido entre palabras que saben a vida. A su lado, la músico y titiritera llegada de Suiza Mina Ledergerber-Mina Trapp, que toca todo instrumento que la eleve un poco más del suelo. De tanto ir por los aires, la flauta y el clarinete. De andar por los caminos, la guitarra y el violín. De tanta nostalgia, el acordeón. Ambas decidieron caminar juntas en Arbequina, un espectáculo intimista para adultos sobre la historia de una familia a lo largo de cien años, tomando la metáfora de las variedades de la aceituna. Y nació esta compañía, Mimaia, a la que si algo la caracteriza es esa capacidad para extraer significados de las cosas, creando bellas metáforas visuales y textuales donde es fácil residir, siempre en la quietud.
Adiós Bienvenida es un montaje encantador, un delicioso momento de poesía, nostalgia y ternura sobre alguien que se apega tanto a las cosas y a las personas que no sabe decir adiós.
Y es que, por qué se acaba todo, por qué es preciso despedirse. Bienvenida, ya una anciana, cuyos pies y manos son los de Dora, hace mucho tiempo que lo aprendió y nos lo cuenta a través de la historia de su vida. Todos los domingos la mesa de Bienvenida se llenaba de marineros y de pescadores que iban a disfrutar de las mejores sardinas del puerto. A ella le gustaba ver cómo sus clientes se lo comían todo, porque el apetito, como también decía mi abuela, es señal de buena salud y de felicidad. Pero no soportaba que las cosas tuvieran un final, y por eso cuando alguien se marchaba sin despedirse, le sobrevenía la tristeza, y una nube muy oscura se ponía sobre su cabeza y empezaba a llover. Hasta que nació Petere. Entonces, las nubes desaparecieron y el sol salió. Pero Petere también se hizo mayor y un día quiso ver mundo…
Con un texto hermoso cargado de poesía, donde las islas pueden ser olas que se secaron y donde la marea sube cuando los peces lloran, Mimaia crea un espectáculo que fluye como el mar que se desliza en la tierra. Una escenografía polivalente que se convierte siempre en otra cosa, una lluvia de cucharitas, una lágrima de tristeza que es la última gota de lluvia, y unos títeres buzos, astronautas del océano, que se llenan de vida con apenas un cacharro y un guante. Y así, entre canciones de taberna y recuerdos, y con una sencillez luminosa, como los cuentos de Andersen, habla de los ciclos de la vida, de la necesidad de que las cosas se acaben para que algo nuevo pueda comenzar, de la necesidad de desasirse de lo que nos mantiene anclados para estar abiertos a la vida.
Mimaia, esa palabrita mimosa y llena de cariño, es ese refugio que nos traslada de la realidad al deseo, ese lugar de salvación lleno de caricias y de la fantasía que devora la rutina, donde cada objeto cobra vida y está dotado de alma. Como el propio teatro de títeres.