Por Alexis Fernández
Desde que A se quedó embelesado mirando el carrusel mágico que llena de fantasía la Plaza del Azoguejo, no paro de pensar en ese tiempo que no se detiene, que muchas veces gira y otras delinea caminos, pero también en la vida que se renueva. Entro como la Alicia de Carroll, esta vez a través del espejo en el que me miro, en esta ciudad que conozco y que ahora es como las de los cuentos, llena de dragones que arrojan asombro por la boca, magos que encantan las miradas, peces que nadan en mares de poesía, bailarinas que caen del cielo en las manos, pulgas que se esconden en la inocencia que aún pretendo conservar: quizá para no perder la pureza con la que un día vi la luz de este mundo. Entro en Titirimundi como si entrara en mí misma, y me quedo adherida a la Vida. Y es entonces cuando dirijo mis pies hacia territorios desconocidos o tal vez tan próximos que siempre han estado ahí y que he olvidado en este tiempo implacable que avanza. Me visto de invisibilidad y, como el gato de Cheshire, esbozo una sonrisa permanente dispuesta al juego y a ser. Y subo la calle Real, despacio, para no perderme nada, embaucada en la aventura de vivir dentro de la magia, donde todo es posible. Abro los ojos del alma y me dejo mecer. Será acaso así también la vida…
Por eso, durante estos días, a pesar de todo, siento que yo misma me detengo en el instante, algo se para en esta vida que, como decía Lennon, es lo que te sucede mientras estás ocupado haciendo otros planes. En estos días, hay algo más en mí, algo que ha vuelto a surgir adormecido en la rutina y que amanece dispuesto a dejarse seducir por lo maravilloso. En estos días, soy plenamente consciente de que vuelvo al presente más intenso y de que la vida ocurre y yo la vivo.