Por Alfonso Arribas
Funciona el sello Bakélite en Titirimundi y lo hace porque ya es una marca conocida que mantiene una coherencia en sus montajes sin defraudar, y eso es complicado. En ocasiones, a través de la autocomplacencia se llega a la reiteración, a lo inmóvil, a esa zona cómoda de creación que ni exige ni aporta.
Pero no; tras Braquage o la Caravana del horror, Olivier Rannou vuelve a desprender ingenio con Invasores, una pieza breve que plantea un duelo entre la Humanidad y los extraterrestres en una competición donde hay más torpezas que hazañas, donde el deseo de conquista y defensa se mueve a pedales, más que con motor.
Hay un trabajo artesano realmente audaz en la utilización de objetos y en el afán por darles nuevos usos que sirvan al relato. Han vaciado viejos baúles para rescatar, y dar protagonismo, a los soldaditos de goma y a los ambientadores con forma y aroma de pino; a los viejos transistores y a sus antenas, que ahora son mástiles coronados por banderas; y a los vasitos de gelatina, con ese natural vaivén que ahora ya vemos tan teatral.
Sobre un microescenario se muestran las armas rudimentarias y se plantea una lucha por el poder, por la supremacía en un planeta que por otra parte está de capa caída, repleto de contradiccionoes y asfixiado por el abuso.
Dan ganas de decir “pues vale, os lo quedáis, a ver qué hacéis con esto”, pero hay un instinto de propiedad que obliga a los humanos a defender su terruño, a bombardear las posiciones enemigas, a no dejarse vencer por estos invasores con piel suave y aviesas intenciones.
Y todo envuelto en un aroma vintage, sobre todo en la concepción que tenían nuestros antepasados sobre cómo se terminaría produciendo la invasión, con platillos volantes abrazando mortalmente la Torre de Pisa o la Torre Eiffel, podría ser también el Acueducto, o la irrupción de seres viscosos teñidos de verde con partes fosforescentes, que debe ser algo muy común en otras galaxias.
Ante esa batalla de juguete y de juguetes, el espectador ríe plácidamente; no hay riesgo de trauma o pesadilla.
La vida a veces se presenta luminosa y feliz. Otras veces el mundo se nos muestra extraño, loco y girando en el sentido contrario a las agujas de nuestro reloj.
Es entonces cuando la fantasía entra. Dejamos instantáneamente esta Tierra que nos ancla y nos trasladamos a Saturno, lejos, lejos, … Sus anillos nos dejan jugar, reír, soñar. Gente de otras Tierras nos abrazan con sus mundos. Unos nos disparan directos a la emoción con cartas antiguas y sirenas en bicicletas, otros nos muestran la vida en sus manos, los trapecios vuelan, las cigüeñas cantan, los hilos se enredan acariciando nuestro corazón, nos invaden con gelatinas o pintan de color nuestro día, afloran de lo más hondo la risa, la sonrisa o nos hacen exclamar y decir ¡Ooooh!
Esa es la magia de la vida, la magia de los anillos de Saturno, la magia del Titirimundi.