Por Alfonso Arribas
“Vosotros sois mi centenar de espectadores”, dijo Bence Sarkadi a la treintena de personas desperdigadas y enmascaradas que aguardaban para disfrutar de Las marionetas de Budapest en el patio del Palacio de Quintanar, cumpliendo el aforo, las restricciones y las medidas que en los espectáculos culturales (al contrario que en otros ámbitos como el transporte público) se cumplen a rajatabla.
Así que todo fue de pequeño formato: el montaje breve, el público contado y los números justos, un desfile de títeres muy expresivos fabricados por este artista húngaro que fue cocinero antes que fraile, constructor antes que dramaturgo.
Hay que estar atento para que un pestañeo o distracción no suponga perder el hilo. El ritmo no es frenético, pero sí tiene algo de fugaz este montaje, concebido como una muestra de habilidad en el manejo y preciosismo en la fábrica.
Aunque la irrupción de los “Tres terrores” es ingeniosa y divertida, sin duda la magia de estas Marionetas de Budapest se condensa en el vuelo de “uno de los títeres más pequeños del mundo”, una criatura que se cuela por una rendija de la cuarta pared y se posa en las manos de los espectadores como la mariposa que liba la flor, frágil, bella y armónica.
Y así, sin distancia ni adorno, el público palpa el engranaje de hilos y articulaciones que crean el milagro de la vida y el movimiento en un títere, cosquilleante en sus palmas, tierno y liviano. Es entonces cuando todos somos niños, sorprendidos por la ingenuidad que sale a la llamada de esta criatura y que sigue haciendo que nos guste este arte de la marioneta con sabores tan diferentes, esta vez desde el corazón de Europa.