
Por Alfonso Arribas y Alexis Fernández
Hemos decidido escribir sobre el mismo espectáculo por primera vez porque teníamos emociones similares y ambos nos habíamos conmovido. Aún lo hacemos. Alfonso lo vio una hora antes y yo, al salir, tenía tantos deseos de expresar lo que había sentido, que le llamé y le dije que había llorado, sin parar. Él me dijo, con ese asombro y rotundidad tan suyas: “Yo también. Pero ¿por qué hemos llorado, Álex?” Estas son dos miradas, distintas y afines, dos respuestas posibles, acaso, ante el deslumbramiento de la Belleza. Y en nuestro décimo aniversario trabajando en Titirimundi (que sí, que lo decimos).
El misterioso milagro de la vida
A. F.
Entro en silencio, como se entra a un jardín cerrado o a un lugar sagrado, como quien llega a esa isla perdida esperando hallar un refugio, con la mirada extendida, permitiendo que la vida, tal vez, asombre. Y la compañía Non Nova de Phia Ménard y su L’après-midi d’un foehn consiguen conmover en la Iglesia de San Juan de los Caballeros, el lugar adecuado para que ocurra.

La vida que surge, se eleva, y gira en una danza derviche incansable. Fotografías de Aina Zoilo
Seis grandes ventiladores sobre el suelo crean un círculo mágico al que no se debe entrar. Sólo es preciso mirar desde el lugar que nos toca. Y un “mago” vestido de negro y zapatillas japonesas comienza a crear un títere a partir de una bolsa de plástico que deja en la superficie y que, en un instante, cobra vida, empieza a moverse libremente, a girar. Se alza, se cae, vuelve a girar, hacia un lado, hacia el otro, se desplaza sobre la pista imaginaria, sobre ese mundo hecho a medida, inescrutable, tan misterioso que a veces nos hace temblar. De miedo, de amor, de emoción, de esperanza. Y ese elemento simple, desdichado, desvalorizado, una simple bolsa de plástico, se convierte en un ser homónimo al que, como Dios al barro, Jean‐Louis Ouvrard le hubiera insuflado su aliento. Y es, entonces, cuando ese Creador, fabricante inexpresivo de materia inestable, arroja al mundo más bolsas de plástico, diferentes cada una, incapaces de controlarse, y toda una danza de hermosas criaturas que se mueven y giran incansablemente como derviches me hacen llorar. Lloro de pura belleza, lloro porque mi alma también está hecha de ese aire que a veces se acaba, que otras se eleva como un Ave Fénix, que danza y en ocasiones parece tocar el cielo, que se deja mecer y que se agolpa en el caos, incapaz de controlar el instante; mientras otras, en un estímulo de supervivencia, es forzada a ascender para salvar montañas, como ese viento foehn, föhn -en alemán- del norte de los Alpes.
Y en ese juego simbólico y lírico de palabras y significados, mientras suena el “Preludio” de L’après midi d’un faune de Debussy, las bolsas siguen bailando, siguen cayendo, siguen moviéndose, sigue girando, levantándose, chocando, siguen. Toda una hipnosis deseada, aceptada con hermosa humildad, para dejarse llevar. Las bolsas luchan, ni siquiera tienen el poder de moverse si no fuera por el viento. Cuánto vive una bolsa de plástico. Sólo un ruido y la caricia del aire la conduce a través de océanos y colinas. Y muchas veces acaba descomponiéndose, incapaz de vencer los obstáculos. Y es, entonces, cuando ese dios, mago de la vida, que abraza a sus criaturas, de cuyas entrañas surgen, y que danza con ellas en el centro de la pista, también las destruye con sus tijeras, en una suerte de apocalipsis de plásticos rotos. Y es, también, el ser humano, capaz de dar vida, creador de arte, de historias, de emociones hermosas, pequeño semidios dotado con la capacidad de amar y de odiar, un monstruo que todo lo devasta o acaba feneciendo víctima de sí mismo.
Lloro, lloro de pura poesía, tal vez porque la poesía realmente no necesita ser revelada, permanece en el ámbito de lo invisible, no está hecha para ser usada, sino, como dice C. S. Lewis, “para ser recibida”. Como cuando mi hija me entrega un regalo precioso en las manos, como cuando a la luz del Infinito se producen esos momentos de comunicación profunda con la Vida y las cosas, y esas cosas te encuentran a ti en esa explosión de verdad que hace del mundo el lugar de la restitución. Como si hubiera ocurrido un pequeño milagro. Y es así como me devuelve al mundo, cargada de gratitud.
Un soplo de vida
A. A.
Qué pocas veces me ha pasado desear que no hubiera más comida del plato que me gusta. Que la persona a la que amo pare de decirme te quiero. Anhelar que acabe el viaje de tu vida. Es contradictorio, por más que ya no seamos esos niños que solo apuran el presente, que lo quieren todo, ya y sin fin.
Esa es la sensación que tuve asistiendo a L’après-midi d’un foehn de Non nova: una alarma corporal que avisaba de que estaba a punto de rebasar el límite de belleza admisible. Que pare ya, por favor, que me deshago. Algo habría quizá de temor, por si llegaba un momento, una imagen, un gesto, que quebrara la perfección, que me bajara al piso, que me hiciera recordar y entender que sólo son títeres.

El manipulador es creador, distante, paternal, cruel; es quien decide cuánta vida, hasta cuándo, desde dónde, incluso por qué. Jean-Louis Ouvrard en la Iglesia de San Juan de los Caballeros. Imagen de Aina Zoilo
No llegó ese instante. De principio a fin, el espectáculo es estremecedor. Sí, es la palabra. De escalofrío, un temblor emocional de quien asiste en directo y a pocos metros a la irrupción de la vida, como si vieras nacer a todos tus hijos a la vez, con el impulso de un soplo, sin sangre ni dolor. Como si todos tus hijos se abrieran al mundo ligeros, volubles, despreocupados, arremolinados.
No son bolsas de plástico ni ventiladores. Es el viento de la existencia, son criaturas reales. Son almas, sin duda. Y el manipulador es creador, distante, paternal, cruel; es quien decide cuánta vida, hasta cuándo, desde dónde, incluso por qué. El círculo es el mundo, hay fronteras, y el tiempo parece bastante limitado.
No se ve, pero quizá no sea aire lo que palpamos, sino un líquido amniótico por el que flotan, navegan, más que vuelan, las almas plásticas. Con las extremidades abiertas, repartiendo abrazos, emergiendo, danzando. Hay momentos, y vuelvo al principio, que la sensación de belleza es tan poderosa, tan huracanada, que dan tentaciones de arremeter contra los ventiladores, contraponer calma al viento, invadir el escenario para que todo eso pare.
No hace falta. Ya se detiene. Tiene su fin. Y más que una ovación, sale entregar una lágrima, hacer una reverencia, devolver el abrazo. Decir que acabas de vivir una experiencia teatral única, difícil de explicar, que no tiene orificio de salida. El proyectil se ha quedado, penetra pero no huye. Se queda. Qué maravilloso alimento espiritual.