Por Alexis Fernández
En vísperas de Titirimundi, vuelvo a pensar y a soñar, a dilucidar por qué me apasionan los títeres y me fascina este Festival. Quizá porque me vuelvo a “aniñar de espíritu”, que decía Unamuno. No vuelvo a ser niña, con lo que cuesta ser adulta, pero me permito dejarme seducir y atrapar por el asombro. Abro los ojos del alma y me dejo mecer… Algo en mí vuelve a surgir adormecido en la rutina y amanece dispuesto a dejarse llevar por lo extraordinario. Es entonces cuando todo es nuevo o parece nuevo, y toda impresión viene desbordante de vida, como esos instantes de iluminación y de existencia poética. Creo que en ellos, lo que somos se hace presente con intensidad: ese espíritu con el que nacemos y que define nuestra identidad, y que apartamos en la cotidianeidad y olvidamos en el paso de tiempo.
Para acercarse a los títeres y dejarse maravillar es preciso, entonces, quererlo, apartar los prejuicios y mirar con la misma mirada con la que una vez contemplamos el mundo. Porque ese cuerpo teatral por excelencia que es el títere, ese “organismo vivo compuesto de una materia liberada de la gravedad”, que decía Kleist, y cuya naturaleza es el movimiento, tiene la capacidad única de presentar un objeto de forma que despierta el pensamiento de otro: la capacidad de sugerir…
El arte del teatro de títeres es un arte particular que exige devoción. Mezcla a partes iguales de realidad objetiva y fantasía, tiene el poder de conmovernos, de hacernos reír y pensar, de enseñar. Y lo hace gracias a un titiritero, un actor semidios que parece insuflar vida a su máscara o muñeco. No en vano en la mitología hindú se dice que el primer titiritero nació de la boca de Brahma, el dios que da forma al mundo, y también se afirma que los títeres son enviados de los dioses.
Y es que los títeres parecen trascender las metáforas y la visión simbólica del mundo, recreándolo para que brille con todo su esplendor, para hacer aparecer lo que siempre hemos sabido y que a veces cuesta ver, y que solo es posible cuando las emociones, la mente y el instinto se confabulan para ponerse en consonancia. Quizá en el títere nos atrevemos a soñar, a criticar, decir, a “expresar – como afirman Jean Chevalier y Alain Gheerbrandt- lo que nadie había osado decir sin máscara: la marioneta es la heroína de los deseos secretos y de los pensamientos escondidos, es la confesión discreta que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás”.
Descubrir las huellas de la eternidad
Cuando miro a un títere directamente a los ojos, sé que estoy mirando un material casi tan frágil como mi cuerpo. Su naturaleza, como la mía, también está hecha de sueños, de deseos, de frustraciones y temores, de pasiones. Los títeres son capaces de crear lenguajes, inventar mundos o traerlos a la conciencia, jugar, sufrir, evolucionar, nacer y morir con todas las posibilidades expresivas frente al actor de carne y hueso. Otro apasionado de los títeres, Ionesco, decía que solo veía verdad escénica en el mundo de las marionetas, “el espectáculo del mundo mismo, más verdadero que la verdad; presentado en una forma infinitamente simplificada y caricaturizada como para subrayar su grotesca y brutal verdad”. Y como la mía, esa naturaleza es efímera.
[…] Igual que las marionetas,
los humanos
pasan como en un sueño
por la vida (Suan Tsong).
Existimos contra el vacío, hablamos contra la muerte… Icono más que copia de una vida vivida, el títere nos hace olvidar la realidad para volver a encontrarla. Tal vez porque en ellos nos buscamos a nosotros mismos, ese espíritu con el que hemos sido creados y en el que se vincula el Existir y el Ser. Solo reviviéndolo, podemos alcanzar la libertad y mirar cara a cara el misterio de la vida, acaso para trazar nuestra propia historia. La historia de los títeres, próxima al rito, a la magia y al arte, provoca la aventura de descubrir las huellas de la eternidad. “Sólo la marioneta -llegó a decir Rilke- accede al matrimonio con el ángel”.