Por Alfonso Arribas.
O cuadro de uma familia, de Pigmaliao, debería ser de obligada observación para quienes aún sitúan el teatro de títeres en ese candoroso lugar, parecido a una nube de algodón, donde los niños saltan, ríen y festejan las gracias de las marionetas.
Todo en este montaje conduce a la angustia. Los seres humanos con cabeza de cerdo, lejos de reconfortar, asustan aunque permanezcan inmóviles en mitad del escenario. La música, el ruido, las caricias que chirrían como gestos oxidados por la falsedad, el llanto del bebé que desespera, el aullido como expresión extrema del dolor. Una atmósfera caótica que alimenta la tragedia.
Pigmaliao comienza y termina con la misma foto fija, la de un grupo familiar que guarda las apariencias. Higiénicos, formales, bien avenidos. Todos los miembros del clan en su lugar, físico y jerárquico. Como todas las familias que posan en los retratos de la comunión o en las funciones escolares de Navidad.
Pero el montaje no está hecho para acentuar lo que nos dejan ver, sino para adentrarse en lo que se desintegra en el segundo plano. De forma salvajemente natural la familia estalla cuando se dinamita la estructura de poder. Rebelión en la granja, los niños asaltan el palacio de los adultos e instalan las guillotinas en mitad del salón del trono.
Freud contemplaría atónito hasta dónde han llegado sus mitos.
La fotografía ha sido profanada. Rota en mil pedazos, salpicada de semen y sangre. Y finalmente reconstruida, devuelta a su marco, aunque ya no pueden taparse las grietas entre tesela y tesela.