Por Alexis Fernández
Fue todo tan rápido… La vida… Entre la bruma de este cabaret, viajamos, recordamos, crecemos, damos luz al mundo y nos vamos. Hay quien es capaz de morir de un ataque de risa entre gritos bereberes o quien, como la protagonista de Tria Fata, lo hace al final de su vida y después de pactar con la muerte en un encuentro cara a cara.

El rostro de la protagonista de Tria Fata. Acaso el rostro de un sueño en manos de su creador
La Pendue -creada en 2003 por Estelle Charlier y Romuald Collinet, ex-alumnos de la Escuela Nacional Superior del Arte de las Marionetas de Charleville, ovacionada en Titirimundi 2008 con Poli dégaine y en 2012 con Hors l’ombre, y que representó una verdadera revolución en el panorama del teatro de títeres mundial por marcar un hito en la evolución del género de Polichinelle- sitúa al espectador ante el final de la vida a través de la figura de una anciana impedida que debe enfrentarse a ese paso irremediable, siempre inesperado, “a esta muerte que nos acompaña desde el alba a la noche, insomne, sorda, como un vicio absurdo”, que diría Pavese, como una devoradora de destinos que se sabe repetitiva: arrancando la existencia a cada instante, sin nada más que hacer. Por eso, quizá, esta mujer la obliga a ejecutar algo diferente. También la muerte es creativa. Acompañada de una titiritera y de un hombre orquesta, cuya música es tal vez la música de su vida, la que la acompañará en ese viaje que transcurre hasta el último suspiro, la mujer pide un deseo: ver ante sus ojos un resumen de su existencia antes de caer en la eternidad. Recordar, acaso también revivir una vez más, arrebatar a la gran Novia unos instantes de vida, de luz, y mostrarle el panorama acelerado de su vida de forma inusual: desde el nacimiento hasta la infancia, el amor, la madurez y el paso del tiempo. Un gran caleidoscopio de imágenes que giran antes de la extinción y transcurren de un umbral a otro ante el brillo de figuras que se desvanecen. Un teatro de la metamorfosis, de aquellas etapas en las que nuestro ser interior y exterior se va transformando con el paso del tiempo, entre sombras y luces, entre semblanzas y viajes. Y la muerte se lo concede.
En la misma línea de reflexión sobre la relación ambivalente de la marioneta con sus creadores y la carga simbólica de estar movida por cuerdas que se elevan o se rompen, esos hilos que se desenrollan y se arrugan a manos de las parcas o diosas del destino -o de los titiriteros-, Tria Fata ahonda en la ruptura de los prejuicios que todavía prevalecen hacia la sorprendente libertad de la marioneta a través de las formas más paradójicas, en una defensa del títere como símbolo universal de la humanidad que, gracias a las máscaras que portan, confrontan al espectador con su propio “hilo” interior. La gran maquinaria de la imaginación se asemeja a los pasos que rigen nuestro destino: ese telar que en tiempos pasados se creía que era tejido a manos de las tres Parcas -Tria Fata- y donde el hilo de nuestras vidas se entrelaza, se desdobla, se rompe, se ilumina.
Pura creatividad y elegancia escénica
La Pendue hace un ejercicio de pura creatividad, de destreza y elegancia escénica. Un ejercicio bien trazado con la línea del montaje, al que sin embargo, algo le falta para llegar a ser redondo, y que se equilibra en la segunda mitad, con un compendio de recursos teatrales imaginativos que alcanzan la poesía y que aúnan diversos géneros: guante, sombra, hilo, en una analogía con el concepto de manipulación, movimiento, destino, creación, un ejercicio casi espiritual en el que el cuerpo del actor se convierte en el alma invisible del cuerpo de los títeres, ambos formando parte de la misma esencia. El gran titiritero del universo que mueve los “hilos” de la memoria y de lo tangible, nuestros destinos, el titiritero que mueve los hilos de su marioneta. Criaturas frágiles hechas del material de los sueños, de las pasiones y deseos, criaturas efímeras que se desvanecen en el aire de un suspiro y regresan al polvo.
La vida consiste en una serie de partos, y como asegura la pequeña anciana sentada en su silla de ruedas, mientras le va ofreciendo a la muerte un anticipo –sus piernas ya inútiles, que la muerte guarda en su caja fuerte- el primero no es el único que duele. La vida es dar a luz, dejarse secuestrar por el amor, viajar, madurar, ser despojada por la vejez. Dar a luz, como en la mayéutica, un nuevo conocimiento en el paso del tiempo, esas verdades ocultas en el interior del alma que se van desvelando a medida que avanzamos en el camino.
Otra sombra, otro sueño
Jugando a la vida y a la muerte en este cabaret de lo burlesco, donde no falta ni un deus ex machina –como esas tijeras que llegan del cielo para cortar el cordón umbilical que une a la protagonista con su madre, de la que se nutre hasta la crueldad (será que la maternidad está sobrevalorada)- La Pendue muestra una colección de las imágenes de una vida a través de un espejo-pantalla, los lugares que la vieja mujer visitó, los momentos inolvidables, los instantes grabados en una foto que revelan el paso del tiempo. Los recuerdos que cada uno de nosotros tenemos y conservamos como una colección de momentos de vida que nos hacen recordar quiénes somos y qué ha sido nuestra existencia. Un espejo refleja su rayo de luz y nos ilumina. Acaso, como dice Borges, “todos los hombres son el mismo hombre”. Qué importan sus nombres y sus rasgos, estamos creados con el mismo material de sueño e ilusión. “Yo quisiera buscar en ese otro rostro, ese único hombre, otra sombra, otro sueño” (Juan Luis Panero).
La Pendue derrama todas las emociones y todos los periodos de una vida al alcance de la vista mediante una dramaturgia parecida a la estructura de una muñeca rusa: en la vida misma de la vieja dama se inscribe la vida de los actores y a la inversa. Tria Fata es un homenaje, así, a la vida y también al mundo de los títeres y su capacidad de crear, a esos titiriteros, que tocan el cielo por un momento, a esa mano que da la vida y la arrebata en un acto creativo, doloroso y lleno de amor al mismo tiempo, en una danza de la muerte con Polichinella. Un parto que da luz, como ese hilo final iluminado, como una estrella que brilla en el firmamento del teatro o en el teatro de la vida.