
Por Alexis Fernández
“Si me caigo, me atrapas… Apuntar los pasos, controlar los espacios, calmar los nervios, evitar caídas, dejarme llevar por la corriente, oír el canto de las sirenas”… Acaso no es eso volar, nadar, mirar…
A través de una historia íntima, sencilla, derramada casi como una oración, nos preparamos para volar con Magali Rousseau y L’Insolite Mécanique, compañía nacida bajo el ala de la formación Anges au Plafond, en el claroscuro de un espacio atemporal poblado por máquinas que salen a la luz y cobran vida. Son objetos inusuales que salen a nuestro paso movidos con manivelas, motores, pero también en equilibrio con sistemas que operan con fuego, agua, vapor, aire: el flujo de la materia. Joyas de ingenio que parecen recordar originariamente la línea creativa de Jean Tinguely y sus “máquinas escultura”, y, en un concepto más aproximado, las esculturas cinéticas y criaturas de playa de Theo Jansen, esos esqueletos de animales capaces de caminar usando la fuerza del viento.
Herederos de Leonardo, Magaly ha creado un espectáculo-instalación-performance que sumerge al espectador en una pista de vuelo con señales en el suelo para despegar la imaginación y ofrecerle algunas pautas para un viaje, acaso el viaje de la vida, con sus intentos, éxitos y caídas. Máquinas patéticas, divertidas, tristes, dulces, agresivas, determinadas y angustiadas, huyen, arrastran sus patas, intentan volar pero no tienen éxito, agitan el aire, pretenden subir muy alto pero bajan aún más… Y repiten incansablemente los mismos gestos, intentando, a su manera, contarnos su historia. Porque lo que propone L’insolite Mécanique en Je brasse de l’air es eso, volar, que no es sino soñar, y vivir, intentos de vuelo que, como simboliza la expresión del título en francés, sabemos condenados al fracaso y sin embargo no dejamos de intentar. Y es que esos mecanismos delicados, inteligentes, poéticos, solitarios, conmovedores, parecen emerger y habitar un área particular de nuestra imaginación, alimentada por nuestras esperanzas y nuestros miedos. Y entre esas criaturas artificiales, un pez naranja en contrapeso como canto de sirenas. Porque ¿acaso las aletas no son alas más pequeñas?
Un teatro ilusorio en busca de micro-perturbaciones, movimientos sutiles, regulares o caóticos en organismos frágiles, y en un diálogo cómplice con el clarinete de Julien Joubert, que acompaña nuestros pasos como la banda sonora de un viaje. Un viaje en el que la artista desafía la narrativa trazando los límites de proximidad con el espectador y contándonos, casi al oído, sus memorias de infancia: “Una casa de piedra, una cerca con gallinas y un antiguo Citroën DS estacionado siempre en el mismo sitio. Entrábamos por la cocina”…
Porque intentar volar es un acto de resistencia
En este espectáculo deambulatorio, agitando los brazos en equilibrio y vestida de aviadora, como una de sus criaturas, nos preparamos con Magaly Rousseau para el viaje suscitado por sus máquinas y por su memoria de infancia, que construye las huellas de esas alas que tenemos y que no siempre sabemos usar. Porque volar es también correr riesgos, osar caer y levantarse. Quizá porque “los obstáculos se han creado para vencerlos”, como dice el personaje de Fergusson a Kennedy en Cinco semanas en globo de Julio Verne. “En cuanto a los peligros, ¿quién es capaz de librarse de ellos?”
Intentar volar es un acto de resistencia, y más hoy en día. Je brasse de l’air es la sensibilidad hacia los seres y los objetos que impulsan nuestra capacidad de tocar, jugar, entender, en un mundo donde todo está interconectado y donde cada uno posee la capacidad de crear y de hacerse preguntas que le conduzcan a buscar y alcanzar sus más hermosos sueños. Je brasse de l’air es también ese viaje emprendido sin salir del mismo lugar, la fantasía de un libro, de una obra artística, que nos llevan de la mano a otros mundos sin movernos de nuestro espacio, la llamada del arte y por ende de la vida. Lo decía Ramón Gómez de la Serna, “la única facultad verdadera y aérea es mirar. Nada más”.